Andy Warhol la elevó a los altares de su factoría. Fue bandera del movimiento ‘underground’, portada de ‘Life’, actriz, modelo y musa de artistas. Edie Sedgwick vivió rápido y murió joven, devorada por las drogas. Hollywood, que jamás le abrió la puerta, le dedica ahora una película, ‘Factory girl’.
Edith Minturn Sedgwick
procedía de una acaudalada familia de Stockbridge, Massachusetts. Los Sedgwick llevaban generaciones triunfando socialmente: no sólo eran ricos, sino también refinados e influyentes. Una tía abuela de Edie había sido retratada por John Singer Sargent, el pintor de la aristocracia norteamericana, y las mansiones familiares fueron durante años escenario de reuniones donde se daba cita lo más granado de la sociedad del país. Al llegar a la mayoría de edad, Edie celebró su puesta de largo y fue inscrita como debutante en el Registro Social. Guapa, elegante, educada en caros colegios, se esperaba de ella un buen matrimonio y un rotundo éxito social. El problema es que Edie Sedgwick deseaba algo bien distinto.
En 1964, recién cumplidos los veintiún años, Edie dejó el hogar paterno en Palm Springs para instalarse en Nueva York. Sus padres debieron decirse que no era un mal lugar para encontrar marido, así que le entregaron una parte de su herencia y la dejaron instalada en casa de su abuela, que vivía en un piso de catorce habitaciones en Park Avenue.
Edie no tenía la menor intención de perder el tiempo saliendo a la caza de un buen partido. Quería brillar en Manhattan, pero no como la debutante cursi típica de las galas del Waldorf Astoria: deseaba adentrarse en los territorios de la modernidad, reinar en los templos de la nueva ola. Y cada noche, tras besar a su abuelita, salía a zambullirse en la noche neoyorquina, donde se convirtió en un personaje de referencia. Era bonita, divertida, tenía clase y se movía en un Mercedes con chófer. En unas semanas los locales de moda de Manhattan –el Ondine, el Arthur o el Shepheard’s– se disputaban su presencia. Todo el mundo la consideraba la party girl del momento.
Andy Warhol conoció a Edie Sedgwick en una fiesta en el ático de Lester Persky, un productor de publicidad cuyo privilegiado apartamento en la calle 59 era lugar de encuentro de la élite social e intelectual del Nueva York de los sesenta. Edie, que era una bailarina excepcional, estaba subida en una plataforma, moviéndose al ritmo de la música. Una amiga de Andy, Isabelle Collin Dufresne, Ultra Violette, dijo al verla: “Inhala glamour y exhala glamour. La palabra glamour está acuñada para ella”. Según Víctor Bockris, biógrafo de Warhol, otro de los amigos del artista fue menos complaciente al asegurar que Edie “era como una Holly Golightly [la protagonista de Desayuno con diamantes] majareta”. Sea como fuere, Andy Warhol se sintió fascinado por aquella muchacha joven y esbelta, alta y delgadísima, de largas piernas y ojos oscuros que alguien dijo que eran “del color de una tableta de chocolate Hershey metida en el congelador”. De no haber sido homosexual, Warhol la habría pedido en matrimonio aquella misma noche. Antes de marcharse, hizo a Sedwgick lo más parecido a una declaración de amor: “Quiero hacer una película contigo”.
Edie no lo sabía, pero aquella frase eran las palabras mágicas que daban paso libre al universo de la Factory. En 1965, el espacio creado por Warhol en el número 231 de la calle 47 se había convertido en la tierra prometida de la new wave. Enteramente recubierto de plata, como un espejo gigantesco, la Factory era plató de cine, marco de orgías, telón de fondo de sesiones fotográficas y, sobre todo, lugar de referencia para todo aquel que quería ser alguien: allí podía encontrarse a Rudolph Nureyev, Tennessee Williams, Jackson Pollock, Jane Fonda, William Burroughs. Judy Garland, Roy Liechtenstein o Jim Morrison. Por supuesto, también los policías eran asiduos visitantes del local cuando, alertados por los vecinos, se convertían en artistas invitados que contemplaban, atónitos, los desmadres de Andy y sus amigos. En la Factory, uno podía escuchar música de Puccini mientras inhalaba gas de la risa, inyectarse droga, merendar pastel de marihuana o participar en un número de sadomasoquismo, todo en la misma tarde. Cualquier cosa era posible.
Edie entró por la puerta grande en el mundo de Warhol. De todas las chicas que formaban su legión de admiradoras –desplazándose las unas a las otras cuando Andy así lo decidía–, Edie fue la más mimada, y también la más querida. Truman Capote justificaba el súbito afecto del pintor por la joven Edie asegurando que Andy siempre había querido ser alguien como miss Sedgwick: “Una adorable chica bostoniana a la que sus padres pusieran de largo”. Esa era, precisamente, la primera causa de fascinación de Warhol: el background privilegiado, los orígenes selectos. Él, que venía de una familia de inmigrantes eslovacos malamente radicada en un suburbio de Pittsburgh, que había pasado su infancia alimentándose –¿casualidad?– de sopa de tomate Campbell rebajada con agua, que había vivido marcado por la estrechez y las carencias, se rendía ante la presencia de chicas de colegio privado, que viajaban por Europa, hablaban en francés y vestían de alta costura.Edie era la perfecta encarnación de las fantasías warholianas: tan delicada y distinguida, tan llena de encanto, tan dulce y sin embargo tan deseosa de vivir experiencias nuevas. Sus armarios estaban abarrotados de prendas de firma y abrigos de pieles, pero ella prefería llevar leotardos negros y camisas masculinas. A pesar de su aparente desaliño, siempre estaba espléndida. Combinaba sus camisolas de hombre con sofisticados pendientes largos y zapatos de tacón de aguja. Acentuaba su aire de desamparo marcando con khol sus grandes ojos oscuros. Su amplia sonrisa daba luminosidad a aquel rostro aniñado que marcaban las ojeras. La cintura de avispa, las caderas inexistentes, el pecho plano, podían hacer pensar en un muchacho, pero Edie Sedgwik era toda femineidad, puro erotismo.
Había algo misterioso en aquella chica. Quizá porque bajo su capa de sofisticación y buen gusto, Edie ocultaba un pasado terrible que se fue revelando poco a poco. En su familia había un largo historial de enfermedades mentales. Uno de sus ocho hermanos se había suicidado, otro había muerto trágicamente. Su padre había sido diagnosticado como maníaco depresivo. Ella misma había dado con sus huesos en varias casas de reposo antes de cumplir los veinte años, y sufría de anorexia y de bulimia. Más adelante, Edie aseguraría que su padre y dos hermanos suyos habían intentando abusar de ella, y que sus padres la internaron en una clínica por decir que había visto a su padre practicando sexo con una criada. Quizá sus padres no la habían enviado a Nueva York para encontrar marido, sino para quitársela de encima. Cuando aterrizó en la Factory, Edie apenas tenía trato con los suyos, y eso hizo que encontrase en aquella extraña tribu un sucedáneo de familia.
Aunque de una forma asexuada, Warhol se volvió loco por Edie, y ella se volvió loca por Andy. Entre los dos se forjó una particular relación, una especie de simbiosis que a algunos parecía enfermiza y que acabó resultando destructiva. Con el objetivo de parecerse a Andy, Edie se tiñó el pelo de plateado, y él empezó a usar como ella grandes camisas por encima de los leotardos. A veces resultaba difícil distinguir al uno del otro. Andy estaba encantado de haber encontrado a su álter ego: era como tener a su alcance la imagen que le esperaba al otro lado del espejo. Se propuso moldear a Edie hasta convertirla exactamente en la mujer que él hubiera sido de no haber nacido hombre.
La colaboración artística de Edie y Warhol se inició con una pequeña aparición de la joven en la película Vinyl, a la que siguió el papel protagonista de Pobre chica rica. Luego vendrían otras cintas: Belleza # 2, Kitchen, Bitch… Los filmes de Warhol no tenían guión: se limitaba a enfocar a su estrella con una cámara, y la invitaba a hablar, a moverse, a expresarse. No se trataba de contar una historia, sino de crear una nueva forma de arte. Y Edie, con su fotogenia, su elegancia y su voz chillona, era perfecta para los planes de Andy, que se limitaba a gritar: “Eres ideal, eres maravillosa, tú sólo habla”. Aquellos filmes, que no se proyectaban precisamente en circuitos comerciales, catapultaron a Edie, que se convirtió en la reina de la vanguardia neoyorquina. Junto a ella, para compartir el trono, estaba Andy Warhol.
En la Factory, Edie encontró algo más que un escenario para dar rienda suelta a sus aspiraciones artísticas. El espacio concebido por Warhol fue para ella un campo de pruebas donde experimentar con estupefacientes. Aunque tiempo después Edie culparía a Andy de su adicción a media docena de sustancias, lo cierto es que cuando conoció al artista ya se había aficionado a las drogas. La Factory sólo contribuyó a mantener su adicción, pues por allí circulaban todo tipo de preparados. La droga más popular era el meth cristalizado, que podía consumirse disolviéndolo, esnifándolo o por medio de una inyección, pero también había ácido, speed, hachís, anfetaminas… Edie le daba a todo. Con la Factory o sin ella, era una adicta que dependía por completo de las pastillas. Mientras, seguía viviendo su sueño de popularidad junto a Andy Warhol.
Las revistas femeninas también se rindieron a la princesa de la Factory. Edie Sedgwick se ajustaba a los cánones de la moda de los sesenta: era quebradiza y frágil, de huesos finos y rasgos aniñados, como Jane Shrimpton o Twiggy, que copaban las portadas de la época. Llegaron los reportajes para Life o Vogue. El resultado de las sesiones de fotos está ahí: Edie se comía la cámara, sabía posar, tenía un rostro lleno de matices y un cuerpo elástico perfecto para lucir la ropa. Cualquiera hubiese pronosticado para ella una carrera fulgurante en el mundo de la moda. Pero Edie era imprevisible, de humor cambiante y genio alborotado. Y, por si fuera poco, estaba siempre rodeada de una extraña cohorte donde no faltaba algún camello de tres al cuarto reclamando el pago de la última dosis. Y eso era algo que ponía los pelos de punta a todos los que estaban en la órbita distinguida de Diana Vreeland o Carmel Snow, las grandes damas de las revistas de moda. Así que, después de un par de reportajes, Edie fue generosamente remunerada y pasó a engrosar la lista negra de cover girls conflictivas con las que era preferible no contar.
Edie llevaba sólo unos meses en Nueva York cuando se dio cuenta de que había malgastado casi toda su herencia: el alquiler de coches de lujo, las generosas invitaciones a personas que ni siquiera conocía, la ropa, las drogas, se habían comido sus ahorros. Fue en esa época cuando entró en contacto con Bob Dylan y sus colaboradores, Bobby Neuwirth y Albert Grossman. Entre ellos y la gente de Warhol se libraba desde hacía meses una guerra sorda. Bob contra Andy. La pandilla de la Factory contra la del Chelsea Hotel. Hacer amistad con Edie fue para Dylan un modo de incordiar a Warhol. Por su parte, Edie encontró muy divertido al músico y a sus amigos, y además empezaba a aburrirse de ser el florero de un homosexual. Dylan y los suyos eran hetero, y Edie encontró en el sexo otro motivo para desequilibrar la balanza. El músico y los suyos la recibieron en su grupo con los brazos abiertos, y de paso aprovecharon la ocasión para arremeter contra Warhol: “¿De verdad no te paga por aparecer en sus películas? ¿En serio actúas gratis para Andy? Ese tipo te está tomando el pelo, Edie. Mereces algo más. Podrías ser una auténtica estrella de cine, incluso grabar un disco. Ganarías millones, Edie”.
Envenenada por los comentarios, harta de los números rojos en su cuenta corriente, Edie habló con Warhol y le dijo que quería cobrar por su trabajo. Andy trató de justificarse: sus películas eran piezas de arte, no superproducciones de Hollywood. Estaban bien como vehículo promocional, explicó, pero no daban dinero. De hecho, le resultaban bastante caras… Andy pensó que todo quedaba así aclarado, pero Edie se enrocó en su postura: quería cobrar, quería recibir algo por todo lo que hacía en sus estúpidos filmes, y si Andy no estaba dispuesto a tratarla como una actriz profesional, otros lo harían. La relación empezó a enfriarse.A pesar de todo, de cara a la galería el tándem Andy-Edie seguía funcionando. Eran el mejor ejemplo de pareja pop, y sus apariciones públicas arrastraban a cientos de fans que les ovacionaban cuando bajaban juntos de una limusina, y se dejaban fotografiar con sus atuendos imposibles, sus peinados idénticos y el aire de desinterés del que ya está de vuelta de todo. Una de aquellas entradas estelares estuvo a punto de acabar en tragedia. Ocurrió en Filadelfia, en el otoño de 1965, cuando el Instituto de Arte Contemporáneo programó una retrospectiva de Warhol y un local de quinientas localidades fue abarrotado por más de dos mil personas. Cuando Edie y Warhol hicieron su aparición, una multitud se abalanzó hacia ellos en un ataque de fascinación colectiva. Fue necesaria la intervención del servicio de seguridad, que sacó de la sala al artista y a su musa, encantados ambos con la conmoción provocada, conscientes de que habían llegado a la cima de la popularidad.
Para entonces, los problemas de Edie con las drogas se agudizaron. Solía empezar la jornada con un puñado de pastillas, y empalmaba una dosis con otra hasta la hora de dormir. Empezó a entrar en barrena. Andaba como una autómata, podía pasar días sin lavarse, tenía crisis de histeria cada dos por tres. Fue en esa época cuando Andy empezó a decir que Edie acabaría suicidándose, “y espero que cuando lo haga me avise para que pueda filmarlo”. Sus peleas eran frecuentes: ella seguía insistiendo en que Andy debía remunerar su trabajo, y él cada vez se tomaba menos molestias para aplacar su indignación. Edie había pasado de ser la amiga del alma a convertirse en una drogadicta insoportable que había perdido el control sobre sí misma.
En su siguiente producción, ‘My hustler’, Andy decidió no contar con su musa y filmó la película a espaldas de Edie, quien se sintió abandonada. Poco tiempo después firmaría un contrato con Albert Grossman, manager de Bob Dylan, y manifestaría su intención de no regresar a la Factory. Las veladas en la guarida de Warhol fueron sustituidas por días y noches de fiesta en el Chelsea Hotel. Dylan se inspiró en ella para componer dos canciones de su disco Blonde on blonde, y todos le dijeron que su carrera artística despegaría definitivamente. En la primavera de 1966, quince meses después de su primer encuentro, perdió todo contacto con Andy Warhol y se centró en su nuevo grupo. En su nueva familia, que iba a guiarla en el camino al éxito.Es difícil saber cuándo se dio cuenta Edie Sedgwick de que se había dejado seducir por algo que era sólo el canto de sirenas de quienes querían atraerla hacia su bando. Hollywood no la estaba esperando. El cine comercial no la estaba esperando. Las discográficas, las productoras, tampoco. Y un día, la chica de la Factory, la musa warholiana, la joven que aparecía en los temas de Bob Dylan, se contempló a sí misma y se horrorizó con lo que veía. Ya no era la encantadora debutante que había llegado a Nueva York a vivir su dolce vita y gastar a manos llenas el dinero de su familia, sino un despojo de sí misma, consumida por las drogas y el alcohol. Un cadáver andante que necesitaba de estimulantes para espabilarse y de somníferos para dormir. Una desdichada veinteañera que había arruinado su vida, que no tenía futuro y tampoco presente.
Edie huyó de Dylan, de Warhol, de Nueva York. Pasó una temporada junto a su familia, en un desesperado intento por recuperarse a sí misma, pero tampoco allí había sitio para ella. Regresó a Nueva York y protagonizó una película ajena a la Factory donde su trabajo pasó sin pena ni gloria. Su dependencia de las drogas era absoluta. Inició varias curas de desintoxicación, estuvo a punto de morir de sobredosis varias veces. La ingresaron en media docena de hospitales, convertida en un esqueleto viviente. Confesó ante los médicos que pasaba días enteros sin comer, sosteniéndose a base de café y pastillas. Isabelle Colin Dufresne, que llegó a ser amiga personal de Edie, cuenta en sus memorias que la joven fue condenada por tráfico de estupefacientes y pasó una temporada en la cárcel. La prisión, los centros psiquiátricos y las clínicas de rehabilitación fueron el escenario de los últimos años de la vida de Edie Sedgwick. Precisamente en una de estas instituciones conocería a Michael Brett Post, con quien se casó unos meses antes de su muerte.
Los que la vieron en los últimos días de su vida aseguran que Edie se había convertido en una monstruosa caricatura de la mujer que había sido una vez. Las drogas le habían deformado el rostro, todo su cuerpo parecía hinchado, y su mente estaba destrozada por la confusión y los desvaríos. Cuando recordaba la Factory, lo hacía para responsabilizar a Warhol y a los suyos del infierno en que se había convertido su vida.
Edie tuvo un final muy a lo Marilyn: la encontraron en su casa, muerta por los efectos de alguna droga. Nunca se aclaró si se le había ido la mano en el último viaje, o si había decidido que ya no valía la pena continuar. Tenía 28 años. Andy Warhol se enteró de su muerte por la llamada de una amiga. La noticia no le afectó demasiado. Sólo preguntó quién iba a heredar “todo el dinero de Edie”. Su interlocutora le respondió que Edie Sedgwick estaba completamente arruinada. “Vaya… En fin, cuéntame qué has estado haciendo hoy”. Para Warhol, Edie había dejado de existir en el mismo instante en que salió de la Factory, con sus leotardos negros y su camisa masculina, para hacerse un sitio en las canciones de Bob Dylan y en las habitaciones baratas del Chelsea Hotel.
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